Por José Narosky
Quisiera rendir homenaje a una persona extraordinaria, una mujer ciega, sorda y muda, catalogada como “El cerebro más inteligente de América”. Se trata de Helen Keller, un caso tan excepcional por su talento y por su fuerza de voluntad en condiciones tan adversas, que no tiene parangón en la historia de la humanidad.
Esta notable mujer se sentía cerrada por mil candados. Pero entendió bien pronto que ella era la llave. Que todos los seres humanos somos enfermos incurables de algo. Y llegó a amar su forzosa soledad y a entender que cuando se ama la soledad puede encontrársela hermosa.
Pero no puedo referirme a la historia de Helen Keller sin entrar en la valiosa personalidad de otra mujer “especial”, que estuvo unida espiritualmente a ella por varias décadas: Ana Sullivan.
Helen Keller había nacido en un pequeño pueblo llamado Tuscumbia, del sureño estado de Alabama, en los EE.UU. Su familia era de sólida posición económica y buen nivel cultural; estaba emparentada con el General Robert E. Lee, el gran rival del General Grant en la Guerra de Secesión.
De apariencia normal al nacer, su madre notó después del año que Hellen no veía. El médico diagnosticó: ausencia congénita de retina. ¡Nunca podría ver! Pronto se agrandaría la tragedia. Sus padres iban notando que la niña tampoco oía.
Desesperados y conociendo la lucha que a favor de los ciegos realizaba el inventor del teléfono, Graham Bell, recurrieron a él. Este les sugierió el nombre de un Instituto (Perkins) de Boston, cuyo director colocó en la vida de Helen Keller el primer haz de luz espiritual. La relacionó con Ana Sullivan, una cálida maestra de ese Instituto, que había estado ella misma al borde de la ceguera, de la que pudo curarse.
La familia la contrató en forma permanente. Ana sentía que una fuerza irresistible la acercaba a la dulce criatura no vidente. Y comenzó la lucha de ambas. Fue muy dura y difícil al principio. Pero iba apareciendo lentamente el milagro.
Helen aprendía con sorprendente rapidez, mediante el lenguaje de los dedos, el significado de palabras importantes. Recordemos que era también muda. Fue agregando verbos y sustantivos. La niña estaba entrando en el mundo. Pero también iba comprendiendo. Ya sabía que su anochecer no tendría aurora, que respirar no es vivir y que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por el tiempo.
Su caso, por la evolución que iba teniendo, estaba adquiriendo rápida notoriedad. Helen deseaba seguir avanzando. No ignoraba que con inauditos esfuerzos podría llegar a hablar, aunque haciéndolo –claro está- de una manera diferente que sus semejantes.
Anna Sullivan, su maestra, conmovida por la férrea voluntad de la niña viajó con ella a Boston, a un famoso instituto para sordos. En sólo 11 lecciones, apoyando un dedo en su garganta y otro en sus labios, Helen logró articular sus primeras cuatro palabras, imperfectas sí, pero hermosas. «¡Ya no soy muda!», dijo. Tenía en ese momento diez años.
Aquí entró en su vida, por medio de un inteligente sistema, un hermano en el dolor: Luis Braille. Este inventor francés –también ciego desde los tres años- había creado a los 17 un método que llamaría “Sistema de Escritura para uso de los Ciegos”, que se inmortalizaría con el nombre de “Sistema Braille”. Luego crearía una aritmética y un sistema de anotación musical.
Braille, al que por supuesto Hellen Keller no pudo conocer, pues había fallecido en 1852, jugó un papel decisivo en su futuro.
Escritores como Dickens, Moliere, Racine, La Fontaine, todos ellos traducidos al Braille, comienzan a ser devorados por Helen con avidez. Sabía que los grandes escritores son maestros que enseñan sin tomar examen.
Pasaron los años y continuaba su intensa pasión por la lectura. Hizo amistad con Mark Twain y con figuras como el bajo Chaliapin y el violinista Jascha Haifetz. Ingresó incluso a la Universidad. Y superaba en las notas a muchos compañeros sin discapacidad. Claro que las autoridades le permitían que Ana Sullivan, su maestra, la acompañáse y tradujese el lenguaje de sus manos. Logró doctorarse en filosofía.
Ya montaba a caballo, nadaba, jugaba al ajedrez. Daba conferencias. Vivía de esas conferencias, decorosamente. También realizaba giras que abarcaban gran parte del territorio de los EE.UU. Y decidió publicar un libro-
Salieron de su mente privilegiada varios de ellos: “El Mundo en que Vivo”, fue el primero, “La Clave de la Vida”, “En Plena Corriente”, “Historia de mi Vida”. Llega a filmar, también, una película; “Liberación”, en la que era protagonista.
Le alcanzó su tiempo y su altruismo para ayudar espiritual y económicamente a los no videntes y sordos de su país, (desde la Fundación Americana para Ciegos). Y le llegó un golpe desgarrador. Murió su amiga y compañera de medio siglo: Anna Sullivan.
Y un día de junio de 1967, a los 87 años, moría Helen Keller, la mujer que supo de la grandeza de los placeres pequeños. Que en muchos momentos se habrá sentido como la única habitante de la tierra. Que sufrió como pocos para poder avanzar, pero que tuvo clara conciencia de que más sufriría no avanzando. Y que terminó dando al mundo una lección invalorable de tesón y de fe.
Y este ser humano excepcional inspiró en mí este aforismo
“Muchos miran sin ver. Otros ven sin mirar”.