Las grandes crisis de las naciones pueden interpretarse desde múltiples facetas y precisamente es esa complejidad la que muchas veces dificulta el diagnóstico y, como consecuencia de ello, los necesarios cursos de acción a seguir para generar una verdadera fuerza transformadora.
En sociedades como la nuestra, postergada desde hace décadas y con un pronóstico que, lejos de permitirnos visualizar una mejora, convoca a los escenarios más pesimistas, tal vez sea un momento indispensable para echar una mirada crítica sobre la clase dirigente: su emergencia, perfil y desarrollo, no solo en el ámbito de la gestión pública sino en todos los estamentos sociales.
En una situación acuciante, bien vale preguntarse qué es lo que pasa con nuestros dirigentes, qué demanda la sociedad de ellos y cómo se puede contribuir al desarrollo de las nuevas generaciones en la asunción de roles pertinentes de conducción en los distintos planos institucionales.
Hoy día, es común escuchar tanto en los medios de comunicación, como en la voz de numerosos individuos representativos de la opinión pública, el repetido alegato que nos alerta acerca del “divorcio” entre la política y la gente, y tal vez estas voces no estén equivocadas. Por el contrario, nos enfrenten a una evidente realidad: más allá de las responsabilidades compartidas por cada ciudadano desde el rol que le toca ocupar, la historia ha demostrado que el fracaso de las sociedades comienza a edificarse a partir del fracaso de aquello que llamamos “la política”, que no es otra cosa que un fallido ensayo para impersonalizar lo que en evidencia se puede identificar como la impericia de muchos dirigentes.
Y esto se advierte en distintos marcos institucionales y cobra singular relevancia cuando se trata precisamente de ocuparse de la “cosa pública”.
¿Será acaso solamente un problema generacional? O, en todo caso, la consecuencia de haber subestimado a lo largo de mucho tiempo la necesidad de comprometernos profundamente con la formación dirigencial en nuestro país.
A nadie se le ocurriría pensar, al momento de tener que recurrir a un médico, confiar su salud a un “intuitivo” o recurrir a un improvisado al momento de tener que defender nuestros derechos ante la justicia… En todas y en cada una las necesidades que nos genera la vida, tratamos de acceder a los servicios de profesionales aptos y capacitados en el más alto nivel.
Sin embargo, como cuerpo social, no parecemos cultivar el mismo nivel de exigencia al momento de elegir a nuestros representantes y conceder responsabilidades de conducción a aquellos que muchas veces ni siquiera se han formado mínimamente para el desempeño de dicha tarea.
Es evidente, que nada bueno puede surgir de dicha práctica y que como consecuencia de ella, se acentúa cada vez más una espiral de deterioro que termina comprometiéndonos en las más elementales pautas de convivencia y ordenamiento social. ¡Resulta indispensable comprometernos profundamente en la formación de nuestros dirigentes! Y cada actor social, desde el lugar que le toque actuar debe asumir el protagonismo requerido en torno a esta demanda.
La Educación, una vez más debe convertirse en la fuerza transformadora del tejido social, asumiendo sin distracciones el compromiso de llegar sin elusiones al seno de nuestra clase dirigente. ¿No será el momento donde decididamente se hace impostergable comenzar a formar a nuestros dirigentes con la rigurosidad que exhiben las sociedades más avanzadas del mundo?
No tenemos dudas que este es uno de los desafíos más acuciantes de la hora…
*Por el Dr. Edgardo N. De Vincenzi, Presidente de la Confederación Mundial de Educación (COMED)