lunes, diciembre 9, 2024

Ricardito. Por José Narosky

“Hay palabras que abren heridas, pero hay otras que las cierran”.

Si a cada uno de mis relatos tuviese que ponerles un nombre, al de hoy lo denominaría Esperanza, porque un hijo siempre es, esperanza para una madre.

Ricardito era su único hijo. Cuando nació, con su primer latido, comenzaron a forjarse en su madre los proyectos, las ilusiones. Agregaría que quizás pensó: este montoncito de carne tibia tendrá mañana sus propias ideas, sus ambiciones. Creará con sus manos su porvenir, su propio mundo.

¡Qué hermoso milagro es el de dar vida!.

Pero Ricardito no nació normal. Tenía una pequeña lesión cerebral.

Su madre lo aceptó serenamente, porque aprendemos a aceptar, lo que no podemos es aprender a sufrir.

Al cumplir 2 años lo llevaron a un centro de rehabilitación.

Ricardito caminaba con dificultad y sus brazos tampoco realizaban los movimientos normales. Más aún, le costaba mantener firme su cabeza.

Cuando llevado por su madre cruzó por primera vez el portón del centro de rehabilitación, ubicado en la gran buenos airs, sus ojos vivaces se llenaron de asombro.

Creyó entrar en un bosque –había realmente un pequeño parque y un camino como de 40 metros bordeado de pinos-. Hasta que llegaron al viejo edificio que al niño le pareció un palacio.

Los atendió la Dra. Irma, joven y amable, la que comenzó diciendo:

-Voy a darle señora una serie de difíciles y sacrificados ejercicios que Ricardito deberá realizar, ayudado por Ud., naturalmente.

-Tendrá que hacerlos todos los días y durante mucho tiempo.

A los 8 años, Ricardito podía caminar casi normalmente; con sus manos ya podía tomar los cubiertos para alimentarse, dibujar, tomar una revista. Su cabeza la podía sostener firmemente.

El también había puesto en la difícil empresa toda su férrea voluntad. Y la voluntad no otorga el triunfo, pero lo acerca…

Era un chico educado, obediente y sobre todo muy servicial.

Se sentía feliz de poder hacer felices a los demás.

Todos lo querían, médicos, enfermeras, compañeritos. Sólo un detalle le causaba mucho dolor: no podía expresarse, no podía hablar.

Sólo algunas vocales podía emitir: la a, la o, la u, pero nada más.

Cuando cumplió 12 años la Dra. Irma llamó a la madre a su despacho y le habló con la misma dosis de humanidad de aquella primera entrevista, diez años atrás.

-Señora: hemos hecho por Ricardito todo lo que fue humanamente posible, entre Ud, él y yo. Pero hace ya 3 años -y mis planillas semanales me lo indican con triste precisión- en cuanto al lenguaje, nada hemos avanzado. No hemos conseguido que pueda hablar pese a que sus cuerdas vocales están sanas. Es sin duda un problema psíquico.

-De cualquier manera se ha recuperado casi totalmente en lo físico y mañana podrá ser un hombre útil a sí mismo y a los demás. Ya no necesita venir más aquí como paciente.

-Sólo me resta decirle Sra, que queremos el próximo domingo, hacerle una pequeña fiesta de despedida a Ricardito.

Llegó el domingo, un domingo luminoso de septiembre, con un sol radiante, como si la naturaleza quisiera asociarse a la fiesta.

Ricardito con un hermoso traje nuevo y una bonita corbata azul, impecablemente peinado cruzó caminando airosamente el mismo portón que 10 años atrás lo había visto pasar en brazos de su madre, dificultosamente.

En una galería externa que daba al parque lo esperaban, alrededor de una larga mesa, todos los compañeros con sus padres, los médicos, las enfermeras, desde el portero hasta el Director del establecimiento… y la Dra. Irma.

Se pronunciaron sencillos discursos, habló un compañero quien entregó a Ricardito un obsequio; también habló un médico.

La Dra. Irma se levantó pero no pudo hablar. Tomó al niño entre sus brazos y lo besó una, diez, cien veces.

La fiesta terminó.

Todos acompañaron a Ricardito hasta el portón al retirarse, todos, menos la Doctora Irma que se quedó agitando su pañuelo y tratando de disimular su emoción.

Al llegar al portón el chico se dio vuelta y quiso regresar nuevamente a la galería. Su madre le dijo:

-Ricardito ya es muy tarde. Debemos regresar a casa.

Por primera vez el niño no le obedeció; por el contrario, tomó la mano de su madre con fuerza y la regresó casi corriendo hasta el lugar donde todavía estaba la Dra. Irma.

Ubicó a su madre junto a esta y las miró alternativamente a una y a otra con sus hermosos y limpios ojos celestes.

Pasaron segundos o minutos, el tiempo no contaba. Ricardito necesitaba hablar y como si desde el Cielo Dios le brindara una fuerza espiritual sobrehumana, se oyó la voz de Ricardito:

-¡Irma – Mamá!.

Y mi modesto homenaje a la Dra. Irma, y a todos los médicos que hacen de su profesión un sacerdocio, cierro esta nota con este aforismo:

“El médico que no entiende almas no entenderá cuerpos”.

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