domingo, diciembre 8, 2024

Un inmigrante noruego, un padre tan noble como incansable. Por José Narosky

“El porque de la vida está en lo que amamos”.

Hace ya más de medio siglo, y en una apartada zona del sur del Gran Buenos Aires, un humilde bazar ostentaba en su frente un cartel con un sugestivo nombre: Ingrid.

El negocio tenía reducidas dimensiones. Su dueño, era un hombre de exquisita sensibilidad, alto, rubio, de ojos claros y muy límpida mirada. Era noruego. Su nombre: Jurgen.

Había nacido en Bergen, en la lejana Noruega. Sus primeros años transcurrieron plácidos y serenos.

Le atrajo desde niño el violín, y a los 14 años dio su primer recital; A los 17 debutó en Oslo con la Orquesta Sinfónica de Noruega.

A los 22 años, una bonita muchacha rubia, violinista también, de la misma orquesta, de nombre Ingrid, hizo vibrar su corazón. Corría el año 1937.

Se casaron al año siguiente y se instalaron en una pequeña aldea noruega, de escasos cien habitantes, pescadores en su mayoría.

Tiempo después, dos muñequitas rubias, gemelas, completaron su dicha.

Las llamó Hop e Ilse, que en noruego significan Esperanza e Ilusión.

Mientras tanto Europa se ensombrecía ante la amenaza de la guerra.

En el pequeño país nórdico los noticiarios reemplazaban a la música de Griegg. Jurgen fue movilizado. Partió hacia el frente cantando. Y “son muchos los que cantan cuando van a la guerra, pero… ninguno lo hace cuando regresa”. Fue hecho prisionero por los alemanes. Cinco años duró su cautiverio.

Su mayor tristeza y preocupación derivaba del hecho de no recibir noticias de su Ingrid ni de sus hijitas. Terminada la guerra, fue puesto en libertad. Prestamente regresó a Noruega. Corrió a su pequeña aldea, a su granja. No encontró una casa en pié, ni nadie que pudiese darle un informe. Sin embargo, su corazón le decía que estaban con vida.

Recorrió todo el país. Nada. Alguien le manifestó que un número de compatriotas había emigrado a Sur América. Allí se dirigió. Comenzaba el año 1946. Tenía entonces 32 años, aunque aparentaba muchos más.

Sus mellicitas cumplirían para esa época 8 años; ¡hacía 6 que no las veía!. ¿Serían suaves y dulces como la madre o fuertes como él?. ¿Amarían la música?, ¿y su querida Ingrid, su esposa?.

La recordaba con sus hermosos cabellos rubios al viento y agitando su pañuelo cuando él tuvo que partir para la guerra. Recorrió Brasil y luego Uruguay, sin hallarlas. Por fin llegó a la Argentina. Se dirigió a la embajada de su país. Encontraba siempre la misma respuesta negativa. Abrió ese pequeño bazar al que aludí al comienzo. Y pasaron 15 años más.

Estaba conceptuado entre sus vecinos como un ejemplo de corrección y honestidad. Solía decir:

-“El honor es como la nieve; una vez perdida su blancura ya no puede recobrarse”. En cambio, “el dinero es como el agua salada; cuanto más se bebe más sed produce”.

En su corazón siempre había esperanzas. Algo le decía que estaban con vida. Sus hijas tendrían ahora 23 años; ¿se habrían casado?, ¿tendrían hijos?, ¿y su Ingrid?, ¿dónde estaría ella?.

Quizá a través de la distancia su esposa, festejaría espiritualmente junto a él, esa noche precisamente, sus bodas de plata. ¡25 años de casados!. Y estaban tan separados…

Su herida aparentemente cerrada, seguía sangrando. Porque esos recuerdos viejos le traían con toda su intensidad, dolores nuevos.

Pasaron pocos meses más y una mañana, que a Jurgen le pareció más hermosa que nunca, una carta llegó a sus manos. Venía de Suecia. Creyó reconocer la letra. Temía abrirla… Por fin se decidió. Con manos temblorosas rasgó el sobre. Si ¡era de Ingrid!. Había además una foto de su esposa junto a dos hermosas y espigadas muchachas rubias.

Tres meses después, un día de Febrero de 1961, un hombre alto, con sus cabellos ya totalmente blancos pese a tener solo 47 años, llegó al aeropuerto internacional de Ezeiza. Era Jurgen. Se disponía a esperar la llegada de un avión. Se sentía inmensamente feliz. El pájaro de acero aterrizó suavemente y se abrió la portezuela. El no podía creer lo que veían sus ojos. Si, esta era su familia: su esposa, sus hijas, su vida toda. Y este hombre sencillo –y “sencillez no es simpleza”- este modesto inmigrante noruego que había demostrado que puede vivirse sin presente, pero no sin futuro, me hace pensar que; y aquí el aforismo final.

“Un solo resplandor, ilumina una existencia”.

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