“Me siento bien si el dolor ajeno me duele”.
Un 22 de setiembre de 1862, se declaraba la abolición de la esclavitud en todo el territorio de los EE.UU.
La humanidad sigue avanzando, lenta pero firmemente, a través de los tiempos hacia formas más altas de justicia, de tolerancia y de pensamiento.
Y quiero referirme a un estadista, Abraham Lincoln, al que podríamos denominar como un verdadero santo laico, que proclamó la libertad de todos los esclavos negros en los estados en que se habían sublevado.
La única mujer que amó, murió tempranamente; fracasó en los negocios y también en sus candidaturas a diputado y a senador en varias ocasiones.
Elegido al fin Presidente de EE.UU. en 1860, a los 51 años de edad y siendo un pacifista, como lo era, debió dirigir una guerra salvaje contra sus hermanos blancos del sur, en defensa de los negros, relegados injustamente. Murió en 1865.
Además, dos de sus hijos murieron prematuramente.
El segundo de 12 años, siendo ya Lincoln Presidente.
Pero siempre hay un hecho que desencadena una reacción.
Porque una gota es la que termina desbordando la copa. Pero hicieron falta muchas otras gotas…
Y Abraham Lincoln, sabía que en la diversidad de los hombres y de las razas, residía el progreso de la humanidad.
Pero recordemos una anécdota de su juventud y para ello retrocedamos en el tiempo.
En una ocasión, visitaba Nueva Orleans, la cuna del Jazz, capital del Estado de Louisiana.
Tenía entonces 28 años. Había ido por razones profesionales. Lincoln era abogado.
Pasó circunstancialmente por un mercado donde un cartel gigantesco decía: “Se Venden Esclavos”.
Corría, el siglo XIX.
Lo leyó varias veces. Sabía que en ese estado se compraban y vendían seres humanos, pero no terminaba de creerlo.
Decidió entrar al mercado.
Encerrada en una especie de jaula, una hermosa mulata de 17 años estaba sollozando.
Lincoln se acercó a ella.
-¿Por qué lloras?, le dijo el abogado.
Y ella le contestó rápidamente:
-¿Si Ud. estuviese en mi situación no lloraría?.
O porque mi tez es oscura, carezco de sensibilidad, de sentimientos o de inteligencia.
Tengo la certeza, señor –terminó diciendo la mulata-, que las generaciones venideras se avergonzarán del imperdonable crimen de haber olvidado que todos somos hijos de Dios.
Lincoln quedó sobrecogido. La miró fijamente a los ojos, diciéndole:
-Te prometo que lucharé hasta desterrar de mi país el aberrante odio racial.
Ese día Lincoln comenzó su lucha.
La división entre los Estados del Norte y los del Sur le preocupaba.
23 años después del episodio de Nueva Orleans y de ese diálogo con la mulata y siendo ya Presidente de los EE.UU., inició una guerra, pese a ser un hombre de paz, contra los Estados del Sur, partidarios de la esclavitud.
Triunfador en ella, unificó a su patria y suprimió las diferencias entre los hombres por razones del color de la piel.
América, era en la época de Lincoln, el jardín del mundo, con sus bosques, sus ríos caudalosos, sus interminables florestas.
Ese fue el ambiente en el que nació.
Hijo de la naturaleza virgen, en la que se crió, colonizador vigoroso y sanamente rústico, fue un modelo de pureza moral.
Ya casi finalizada la guerra fratricida, una noche lluviosa, Lincoln y su esposa concurrieron a una representación teatral.
En el momento en que el destino le ofrecía la primera copa de felicidad auténtica, esa copa cayó, cuando recién la llevaba a sus labios.
Un balazo certero de una mano asesina, resonó en su palco.
Lincoln muere a los 56 años, pero su nombre quedará grabado como un símbolo en los anales de la Historia de la Humanidad.
No hace falta explicar porque este excelso patriota trae a mi mente este aforismo:
“Me siento bien si el dolor ajeno, me duele”.