Por José Narosky
“Sencillez no es simpleza”.
Sólo tres científicos argentinos obtuvieron el Premio Nobel. Federico Leloir, doctor en Química, lo consiguió precisamente en esa especialidad. El Dr. Bernardo Houssay logró el de Medicina. Y el tercer científico, que no era médico, sino doctor en Química, obtuvo también el premio Nobel en Medicina.
Me estoy refiriendo al Dr. César Milstein, que nació en Bahía Blanca en 1927. Tenía 16 años y cursaba el cuarto año del Colegio Secundario en su ciudad natal. Él mismo contaba –era realmente modesto- una anécdota con el profesor de Química.
En un trabajo práctico en el laboratorio de la escuela, siendo todavía el alumno, César Milstein le hizo -de forma respetuosa- una sugerencia al profesor, relacionada con un experimento que estaban realizando.
“Descubro que he repetido un error durante 20 años. Te felicito. Te auguro que vas a ser Profesor de Química”, le comentó el profesor. Pero otra vez se equivocaba, porque ese alumno sería mucho más. Con el devenir del tiempo, llegaría a obtener un Premio Nobel. Nada más. Nada menos.
César Milstein, ya recibido de Dr. en Química, terminó su carrera a los 29 años. Trabajó como investigador en el Instituto Malbrán de Buenos Aires hasta los 35. Después, cesantías de compañeros y la escasez de presupuesto, más una beca que obtuvo para perfeccionarse en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, lo hicieron trasladarse a ese país, donde terminó radicándose de manera definitiva.
Explicaré, muy rudimentariamente, por cierto, el hallazgo que le valió la obtención de su galardón. Logró identificar determinados anticuerpos que “pelean” -si cabe la expresión- contra los virus y bacterias que se introducen en nuestro organismo y nos enferman. Diría, y pido perdón por tan simple resumen, que enriqueció la posibilidad de inmunizarnos contra determinadas infecciones.
“Es como una batalla”, explicaba. “Frente a los soldados del mal que nos atacan, introduciendo en nuestros organismos virus malignos atenuados, reforzaremos las fuerzas del bien que nos defienden y que se llaman anticuerpos”, agregaba.
Y una anécdota final que define cabalmente su humildad y su equilibrio.
El 8 de octubre de 1984, el Dr. Milstein celebraba en Londres su cumpleaños número 57, con varias personas de su amistad. En esa circunstancia, llegó a su domicilio un telegrama notificándole que había obtenido por sus investigaciones el Premio Nobel de Medicina de ese año.
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Sus amigos y familiares, lo abrazaron emocionados. Y le pidieron que dijese algunas palabras. “Estoy contento, porque podré cambiar mi viejo auto”, dijo. Y agregó con la serenidad de un filósofo: “Recién, antes que llegara el telegrama, estábamos hablando de la muerte del joven torero Paquirri”, que era el seudónimo del famoso torero español, Francisco Rivera, a cuyo padre conocía, ya que era un eminente investigador español.
“Creo que es una falta de respeto a su memoria, interrumpir sólo por un premio -¡se trataba nada menos que de el premio Nobel!-, interrumpir el modesto homenaje al recordarlo”, sostuvo Milstein.
El torero de 37 años, había fallecido, herido por un toro durante una corrida, ese mismo día. Y esta breve anécdota, que creo se explica por sí sola, nos muestra la hondura de sentimientos del investigador argentino.
El Dr. César Milstein falleció a los 75 años, un 24 de marzo de 2002. Su talento, y una voluntad inclaudicable que lo obligaba a trabajar 13 o 14 hs. diarias en su laboratorio, me hizo crear este aforismo:
“Para flotar, es necesario sumergirse”.