domingo, diciembre 8, 2024

Dr. Francisco Javier Muñiz. Por José Narosky

«Hombres que volaron alto, dejaron huellas muy profundas»

Enero de 1871. La población de Buenos Aires no llegaba a los 200.000 habitantes. Una horrible pesadilla –que duraría cuatro largos meses- amenazaba diezmarla.

Se había declarado una epidemia de fiebre amarilla.

Balance final: 14.000 muertos.

Y así como hay años que parecen días, esos 120 días parecieron años. Porque se aprende a aceptar, pero no se puede aprender a sufrir.

Precisamente, la ciudad en que residía quien les escribe, Adrogué, fue refugio de numerosas familias porteñas que buscaban huir del peligro.

Entre las víctimas de la catástrofe figuraron numerosos médicos, que abrazaron la noble causa del dolor, que era una manera de abrazar a quienes lo padecían.

¿Algunos nombres?: Dr. Adolfo Argerich, Dr. José Pereira Lucena, Dr. Francisco Javier Muñiz.

Y a este último quiero referirme.

Había nacido en San Isidro, un 21 de diciembre de 1795, hace más de dos siglos.

Teniendo sólo 12 años Francisco Javier Muñiz, ingresa como cadete al Cuerpo de Andaluces. Fue aceptado como voluntario. Niño aún. No mucho tiempo después, tomó parte en la defensa de Buenos Aires contra la segunda invasión inglesa.

Fue herido de bala, pero se restableció rápidamente. Y por un extraño designio de su vida, ¡que cosa curiosa!, cincuenta años más tarde fue nuevamente herido de bala en la batalla de Cepeda, donde había acudido otra vez, aunque voluntariamente, como Cirujano Mayor del Ejército Porteño.

El Dr. Muñiz fue un ser humano que amó la naturaleza.

Entendía cabalmente que del árbol había que tomar sus frutos, no sus ramas.

Que el pájaro nace cantando y que el hombre sólo le enseña a sufrir.

Que sólo la tierra da siempre. Y en silencio.

Alguien escribió que el Dr. Muñiz tenía algo de Darwin, de Hudson y de José Hernández.

En 1826, a los 31 años, Rivadavia lo designó médico y cirujano principal.

En 1859, ya con 64 años de edad, marcha a la batalla de Cepeda.

Fue también diputado y senador a la Legislatura de Buenos Aires.

Y llegó enero de 1871 y con él, la epidemia de fiebre amarilla.

El Dr. Muñiz tenía ya 76 años, pero no aceptó desertar.

Sentía intensamente una íntima necesidad de ayudar a sus hermanos en peligro. Sabía que si a todos nos doliese el dolor del prójimo, casi no habría dolor. Porque el dolor compartido se divide. Aunque cada porción es total.

Y no podía ni quería renunciar a ese ideal.

Pensaba que los ideales son como las estrellas. Y así como el navegante de la antigüedad se guiaba por las estrellas para llegar a su destino, él debe guiarse por su ideal para alcanzar el suyo.

La epidemia cobraba cada día más víctimas.

De 50 muertos de promedio diario en marzo, se llegó a 500 muertos de promedio en abril.

Y una de esas victimas fue el Dr. Francisco Javier Muñiz, que murió por el más noble de los ideales: el amor a sus semejantes.

Veinte años después, en 1891, Brasil soportaba también una epidemia de fiebre amarilla.

Miles de muertos en Río de Janeiro. Y también desesperación y horror. Y un médico joven y audaz, el Dr. Osvaldo Cruz, llegó a la conclusión que un tipo determinado de mosquito, era el agente transmisor de esta fiebre.

El Dr. Cruz ha tenido en el Brasil el homenaje que merece un hombre de su estirpe espiritual. No estoy seguro que el Dr. Muñiz haya recibido en nuestra patria, idéntica veneración.

Aunque es cierto que un importante hospital metropolitano lleva su nombre. Y que calles de numerosas ciudades de todo el país lo recuerdan. Pero considero que sería positivo que a través de las escuelas argentinas se conociese mejor su labor.

Porque fue un hombre que aceptó ceder, pero no cederse.

Que supo que sólo erguido se pueden sembrar principios.

Y que transar en uno sólo de ellos, significaría transar en todos los principios.

Y los ideales, la rectitud y la ímproba tarea del Dr. Francisco Javier Muñiz, traen a mi espíritu, este af. que dice:

“MUCHOS DAN, PERO ALGUNOS VIVEN PARA DAR”.

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