“Hay heridas que duplican la fuerza del herido”.
Juan Moreira, fue uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con un destino trágico de celebridad. Un libro de Eduardo Gutiérrez, escrito en el siglo XIX, lo recuerda.
Moreira no fue un gaucho cobarde, que necesitara matar por el sólo hecho de matar.
No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos. Estaba dotado de un alma fuerte y un corazón generoso.
Fue empujado a la pendiente del crimen por el odio y la injusta saña con que se lo persiguió.
Hasta la edad de treinta años Moreira, fue un hombre trabajador y apreciado en el partido de La Matanza, donde residió. Poseía algunas ovejas y animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna. Era también un domador consumado. Hombre de costumbres sobrias, jamás concurría a las pulperías, sino en los días de carreras, a las que iba montado sobre un magnífico caballo.
Nunca se le había visto beber con exceso, ni participando en esas peleas de los gauchos, que generalmente terminaban con algún muerto.
Juan Moreira había nacido en Bs. As., en el barrio de Monserrat con el nombre de Joaquín José Custodio, un 16 de marzo de 1835. Era hijo de un inmigrante portugués y de una correntina.
El hecho es que realmente existió, aunque muchos dudaron. Murió fusilado en Lobos, Pcia. de Bs. As. después de ser detenido por la policía.
Le adjudicaban en ese momento, quizá con exageración, varias muertes.
Pero todo final de camino tiene un comienzo.
A los 25 años, el amor hizo latir su corazón.
Una hermosa y tierna paisanita rubia, de nombre Vicenta, lo había enamorado.
Ella, también estaba deslumbrada por la recia estampa varonil de Moreira, por su delicadeza personal, por su tupida cabellera ondeada y por su voz grave con la que entonaba dulces canciones camperas, acompañándose con su guitarra.
Además, era un hombre educado y trabajador, y poseía en ese momento una tropa de carretas, que le permitía subsistir decorosamente.
Contrajo matrimonio. Al tiempo, un hijo completó su dicha. Luego vendría otro más.
Pero el alcalde del pueblo, también estaba enamorado de Vicenta, su mujer, aunque con intenciones indignas, digamos.
Hombre taimado, el funcionario, inventó una causa contra el joven esposo. Resultado?. Lo enviaron engrillado, como si fuera un criminal, a la frontera a pelear contra los indios.
Dos años duró su calvario. Uso esta expresión, porque las heridas de la injusticia duelen más.
Todavía le esperaba al regresar a su hogar, la desventura, el dolor y la vergüenza. Sus animales ya no estaban, su rancho había sido saqueado y su mujer sitiada por el hambre, vivía con el mismo alcalde que había que destruido su vida. Sus hijos fueron sido entregados sin saber siquiera a quienes.
Esto era demasiado para cualquier hombre y mucho más para un gaucho de su temple. No pudo frenar su impulso ante tamaña injusticia. Y hay heridas que duplican la fuerza del herido.
Mató al alcalde y huyó. Sabía que moriría si llegaba a ser apresado.
Siguió matando, por defender su vida primero, y luego por no importarle ya ni su propia existencia.
Porque ante las injusticias, nacen muchas cegueras. Preguntaría: ¿Hay derecho a condenarlo con todo el peso de la ley, sin pretender defender ningún asesinato?. Obviamente, las heridas fueron abiertas por atropellos.
Tenía 39 años, cuando la policía logró apresarlo. En solo 24 horas fue condenado a muerte y fusilado un 30 de abril de 1874.
Su nombre se hizo leyenda, con una mezcla simultánea de rechazo y valoración.
Y quizá mereció ambas opiniones.
Pero entendemos, sin pretender absolverlo, pero sí justificarlo parcialmente, que en su caso no hubo sólo culpas.
Hubieron muchas circunstancias.
Y un aforismo final para Juan Moreira.
“Nadie nace culpable. Pero muchos, nacen víctimas”.