Por José Narosky
«Los que luchan por un ideal siempre ganan. Aunque pierdan».
Los idealistas consideran lo justo como propio. Hace casi exactamente 76 años, en 1944, cuando se libraban las batallas decisivas de la segunda gran guerra mundial, se perdía para siempre sobre la Costa Azul de Francia un avión que no era como todos: porque tenía alas y alma… de poeta.
El 31 de julio de 1944, despegaba desde la isla de Córcega, en misión de reconocimiento, el piloto poeta Antoine de Saint-Exupéry. Fue su último vuelo. Porque encontró su destino entre las nubes y las estrellas, lo mismo que El Principito de su libro más hermoso. Sobre el Mediterráneo y entre las brumas del alba, desaparecía misteriosamente y tal como fue su vida, volando y dialogando con el infinito. Sesenta años después en abril de 2004 cerca de Marsella (Francia) se encontraron restos de su avión.
Es que Saint-Exupéry, con todo el vigor de su juventud y la fuerza de su espíritu, era aviador y poeta. Y supo, como ninguno, transmitir a todos esas vivencias extraordinarias. Lo hizo en la ternura y la profundidad de sus libros. El más famoso fue El Principito, aquel del niño de otro planeta, que se le presentó una noche en la inmensa soledad del desierto del Sahara.
Al recordar al poeta aviador, los argentinos tenemos más de un motivo para la evocación. Aquí, en Buenos Aires, Antoine de Saint-Exupéry conoció en 1930 al amor de su vida, que sería su gran compañera, una bella salvadoreña.
Hace años, durante una visita a la Argentina, ella reveló que el poeta le declaró su amor, volando sobre el cielo de Buenos Aires; ¡como para no aceptarlo!. El joven as de la aviación francesa, vivió varios meses entre nosotros, formando pilotos y abriendo rutas aéreas. Con los frágiles aparatos de esa época supo vencer al cielo arisco de la Patagonia. Saint-Exupéry vivió en la Argentina, tal como fue su vida: volando y escribiendo. Cuando murió tenía sólo 44 años. Había nacido en Lyon, Francia, un 29 de junio, del año 1900.
Aunque no buscó la muerte, enfrentó el riesgo voluntariamente. Había sido piloto de guerra francés, en la lucha contra el nazismo. Cuando cumplió 40 años, fue desmovilizado. Vivió entonces tres años en los EE.UU. Pero su corazón latía por Francia. No quería observar solamente el paso de la vida. Quería viajar en ella. Quizá pensase, que era mejor, morir por algo que vivir por nada. Regresó de EE.UU. a Francia pero consiguió un permiso -por su edad más de 40 años ya no le permitían volar- para cinco vuelos de reconocimiento, sobe territorios ocupados por el ejército alemán. Los cumplió. Solicitó realizar tres más.
Logró el permiso después de innúmeras gestiones. De la tercera misión, ya no regresaría…
Saint-Exupéry tenía un espíritu tan cristalino como aventurero. Fue una especie de ciudadano del mundo. Sabía que la nacionalidad agrupa hombres, pero que sólo la comprensión los une. Cuando volaba entendía, que los hombres somos hojas al viento. Aunque nos creamos viento.
Antoine de Saint-Exupéry, para finalizar, fue uno de esos seres que reconcilian con la especie humana. Con su vida y con su muerte. Con su vida embelleciéndola, por ser un escritor que protagonizó sus ideales. Y con su muerte, afrontándola, quizá más por dignidad que por valentía, y por el más noble de los ideales, la liberación de sus hermanos.
Y de esa muerte y de esa vida llegó a mi mente este aforismo: «Hubo muertes que fueron, lecciones de vida».